Arzobispado de Puerto Montt

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Esta fiesta tiene una pluralidad de significados. Para unos es una fiesta que inaugura los festejos de fin de año. Para otros es la fiesta de los niños que merecen ser agasajados y mimados por los adultos. Otros ven en esta fiesta la posibilidad de reafirmar algunos valores humanos y universales, como la paz, la benevolencia y la cordialidad de unos con otros. Todos estos significados indudablemente aportan para dar sentido a la celebración. Sin embargo, para los cristianos, la celebración de la Navidad es mucho más que lo anteriormente señalado. Esta fiesta focaliza nuestra atención en el pesebre de Belén donde brilla la presencia de un recién nacido, que esconde en sí mismo el misterio inescrutable de Dios que se hace un ser humano. Dios que visita la humanidad y la acompaña viviendo la propia fragilidad que vivimos nosotros; siendo rico, se hace pobre; siendo poderoso, se hace débil.

Es tan grande este misterio que muchas veces tenemos que recurrir a categorías simbólicas para que lo representen de alguna manera. La liturgia católica – rica en simbología – propone la categoría de la luz para representar gráficamente el impacto del recién nacido, apoyándose en lo que siglos antes había dicho el profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en las tinieblas, ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad, ha brillado una luz” (Is 9,1). De hecho, la noche del nacimiento de Jesús, unos pastores que se encontraban cerca de ese lugar, de repente se vieron envueltos en una gran luz y recibieron la buena noticia del nacimiento del Salvador.

De esta forma, la Navidad no es solamente festejo, cena, regalos y buenas intenciones. Es algo más profundo que se apoya en el nacimiento de un niño que se nos ha regalado como luz de las naciones y de nuestras vidas. ¿Cuánto de tinieblas puede haber en nosotros y en nuestra sociedad? Eso es lo que viene a clarificar e iluminar el pequeño niño de Belén, para que efectivamente todo lo que nosotros somos pueda reencontrarse con el origen de nuestra existencia y de esta forma nos veamos renovados por la claridad del Dios-con-nosotros. Así podremos unirnos a las voces que cantan: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por Él!” (Lc 2,14).

 

+ Fernando Ramos Pérez

Arzobispo de Puerto Montt